lunes, 19 de abril de 2010

Una Bendición del Cielo o Una Maldición del Infierno

Fans: Definitivamente un castigo divino. Aún me acuerdo de la vez que mi amigo Brian Eno, con quien estuve muy cerca de colaborar de no haberse juntando con tanto individuo tan poco electrónico, mando a tomar por culo a sus fans de internet porque lo tenían atosigado. Luego está el caso del repelente de Mike Oldfield, del cual me han contado que ni ha estado en Ibiza ni ahora en Bahamas, sino que está oculto en un zulo bajo la moqueta enmohecida de uno de los cuartos de baño de su mansión de Tocking­ton. ¿La razón? Fobia a los fans, no los aguanta, no los tolera y si saca tantas secuelas tubulares es para joderlos vivos.


En lo referente a mi trato con los fans reconozco que antes de sacar el disco aquel que hice después que Charlote me diera calabazas fue bastante cercano y cordial. Me dejaba caer más por las tienditas Fnac para firmarles algunos discos, mandaba videomensajes a través de algunas webs... En fin, había buen rollito sin llegar a ser empalagoso pero tampoco un saborío. Hasta aquella época podría decirse que no tuve problema con ellos. Bueno, salvo con uno que durante un concierto que hice frente la Torre Eiffel, no paró de darme voces e increparme sin razón alargando los brazos. Un tipo con barbas y pelo largo que se encajó en la primera fila y me dio el coñazo todo lo que el concierto duró.

Y después empezaron a torcerse las cosas y a acontecer sucesos nada agradables. Pasó que hay gente que cuando les das la mano te toman el pie, y así me ocurrió a mí con una tía pesada que, para más inri, mantenía que era de origen extraterrestre. Joder, marciana sí que era un rato, rara cual perro verde. Pues esta tía, con aspecto de cadete militar y edad imposible de precisar, se emperró conmigo y raro era el día que no telefoneaba pidiendo alguna entrevista o una exclusiva para una web que había montado con dos fans anglos. Para colmo me la encontraba en todos mis conciertos, pero desde días antes de celebrarse, ya fuera en los ensayos o entrando o saliendo del hotel.
El caso es que se le debió torcer algún cable en la sesera, y aquello se parecía cada vez más a la peli "Atracción Fatal", pero sin rollo sensual ni sexual. La tenía un día sí y al otro también tocándome el timbre del cortijo que compré para montar mi nuevo estudio de grabación y siempre se las apañaba para colarse. Mis comfathers in crime, es decir Rumber y Claudio y en alguna ocasión también Patrick Rondas que se apuntaba con su guitarra, se quejaban porque no había manera de ensayar con la tiparraca aquella grabándoles todo el rato con su videocámara.

Hasta que una noche haciendo cositas en el estudio, porque yo para eso soy bicho nocturno, se me antojó una barbaridad un poquito del mousse de chocolate que me salió superior. Empecé a bajar por las escaleras, ya de por si bastante tenebrosas, todo hay que decirlo, cuando escucho un ruido tras de mí y ¡joder!, allí estaba la niñata ésa cámara en ristre grabándome. Me dio un susto tremebundo, porque yo ya creía que se me aparecía el fantasma de Michel Duchamps que venía a reclamarme unos royalties. Pero no, era la petarda aquella buscando otra exclusiva para su pseudooficial página web. Fue entonces cuando la mandé a shuparla, que no quería volverla a ver más por allí ni por ningún lado.

Después de aquello se agarró un buen rebote y siempre que podía me hacía mala prensa. Llegó a colgar en su web unas fotacas de mi cortijo donde se ve algo viejuno y ruinoso, incluso una de la noche en que casi me mata del susto. Yo creo que la chica se sintió despechada, o algo, aparte del cable torcío que acabó haciéndole contacto y que derivó, según palabras suyas propias, en un dolor de cabeza de nueve años. O algo parecido...

Ese tipo de experiencias, por no contar la del individuo de género sexual dudoso que intentó chuparme la oreja en la presentación del libraco de fotos de Egipto (publicado, por cierto, por la marciana), son las que me han hecho doblar la distancia con mis fans, contratar a gente que se ocupe de darles palique y evitar, en la medida de lo posible, estar demasiado rato con ellos no sea que se le vaya a algún otro la olla.

Pero una cosa era tener por fan a E.T el Extraterrestre y otra muy distinta y bastante más preocupante que mis seguidores espagnolos buscaran prejubilarme, auspiciados por parte de mi equipo de colaboradores más cercanos. Yo ya no paraba de darle vueltas al asunto y de intentar razonar sobre mi difícil situación: Me encontraba en el epicentro geográfico del dominio ultrafan y rodeado de conspiradores, el último Eugène que seguramente cumplía la doble misión de espiarme y prepararme una emboscada en la que mis enemigos caerían sobre mí. Supuse que había motivos de sobra para recurrir a la ayuda y consejo directo de mi gemelo cósmico Emyl, así que eche mano del móvil que llevaba en el bolsillo del pantalón dispuesto a contactar con él. Como no había cobertura allí abajo, salí del tren en la primera parada y busqué la salida a la superficie.

Caí en la cuenta que no tenía la menor idea de en qué parte de Madrid me encontraba, ya que después de escapar de Eugène en el cybercafé tomé el primer tren que pude y luego cambié a otro para evitar que me siguieran. Vi el nombre de aquella estación de metro justo cuando subía las escaleras y vislumbré la luz del mundo sobre la superficie: Chueca.

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